Comentario
CAPÍTULO III
Prosigue la mala vida del cautivo cristiano y cómo se huyó de su amo
Con la luz del día se certificó Juan Ortiz del buen tiro que a tiento había hecho de noche porque vio muerto el león, atravesadas las entrañas y el corazón por medio (como después se halló cuando lo abrieron), cosa que él mismo, aunque la veía, no podía creer. Con el contento y alegría que se puede imaginar mejor que decir, lo llevó arrastrando por un pie, sin quitarle el dardo, para que su amo lo viese así como lo había hallado, habiendo primero recogido y vuelto al arca los pedazos que del niño halló por comer. El cacique y todos los de su pueblo se admiraron grandemente de esta hazaña, porque en aquella tierra en general se tiene por cosa de milagro matar un hombre a un león, y, así, tratan con gran veneración y acatamiento al que acierta a matarlo. Y en toda parte, por ser animal tan fiero, se debe estimar en mucho, principalmente si lo mata sin tiro de ballesta o arcabuz, como lo hizo Juan Ortiz. Y, aunque es verdad que los leones de la Florida, México y Perú no son tan grandes ni fieros como los de África, al fin son leones y el nombre les basta, y, aunque el refrán común diga que no son tan fieros como los pintan, los que se han hallado cerca de ellos dicen que son tanto más fieros que los dibujados, cuanto va de lo vivo a lo pintado.
Con esta buena suerte de Juan Ortiz tomaron más ánimo y osadía la mujer e hijas del cacique para interceder por él que lo perdonase del todo y se sirviese de él en oficios honrados, dignos de su esfuerzo y valentía. Hirrihigua de allí en adelante, por algunos días, trató mejor a su esclavo, así por la estima y favor que en su pueblo y casa le hacían como para acudir al hecho hazañoso que ellos en su vana religión tanto estiman y honran, que lo tienen por sagrado y más que humano. Empero (como la injuria no sepa perdonar), todas las veces que se acordaba que a su madre habían echado a los perros y dejádola comer de ellos y cuando se iba a sonar y no hallaba sus narices, le tomaba el diablo por vengarse de Juan Ortiz, como si él se las hubiera cortado; y como siempre trajese la ofensa delante de los ojos, y con la memoria de ella de día en día le creciese la ira, rencor y deseo de tomar venganza, aunque por algún tiempo refrenó estas pasiones, no pudiendo ya resistirlas, dijo un día a su mujer e hijas que le era imposible sufrir que aquel cristiano viviese, porque su vida le era muy odiosa y abominable, que cada vez que le veía se le refrescaban las injurias pasadas y de nuevo se daba por ofendido. Por tanto, les mandaba que en ninguna manera intercediesen más por él si no querían participar de la misma saña y enojo, y que, para acabar del todo con aquel español, había determinado que tal día de fiesta (que presto habían de solemnizar), lo flechasen y matasen como habían hecho a sus compañeros, no obstante su valentía, que por ser de enemigo se debía antes de aborrecer que estimar. La mujer e hijas del cacique, porque lo vieron enojado y entendieron que no había de aprovechar intercesión alguna, y también porque les pareció que era demasía importunar y dar tanta pesadumbre al señor por el esclavo, no osaron replicar palabra en contra. Antes, con astucia mujeril acudieron a decirle que sería muy bien que así se hiciese pues él gustaba de ello. Mas la mayor de las hijas, por llevar su intención adelante y salir con ella, pocos días antes de la fiesta en secreto dio noticia a Juan Ortiz de la determinación de su padre contra él y que ella, ni sus hermanas, ni su madre ya no valían ni podían cosa alguna con el padre, por haberles puesto silencio en su favor y amenazádolas si lo quebrantasen.
A estas nuevas tan tristes, queriendo esforzar al español añadió otras en contrario y le dijo: "Porque no desconfíes de mí ni desesperes de tu vida, ni temas que yo deje de hacer todo lo que pudiere por dártela, si eres hombre y tienes ánimo para huirte, yo te daré favor y socorro para que te escapes y te pongas en salvo. Esta noche que viene, a tal hora y en tal parte, hallarás un indio de quien fío tu salud y la mía, el cual te guiará hasta un puente que está dos leguas de aquí. Llegando a ella, le mandarás que no pase adelante, sino que se vuelva al pueblo antes que amanezca, porque no le echen menos y se sepa mi atrevimiento y el suyo, y, por haberte hecho bien, a él y a mí nos venga mal. Seis leguas más allá del puente está un pueblo cuyo señor me quiere bien y desea casar conmigo, llámase Mucozo; dirasle de mi parte que yo te envío a él para que en esta necesidad te socorra y favorezca como quien es. Yo sé que hará por ti todo lo que pudiere, como verás. Encomiéndate a tu Dios, que yo no puedo hacer más en tu favor." Juan Ortiz se echó a sus pies, en reconocimiento de la merced y beneficio que le hacía, y siempre le había hecho, y luego se apercibió para caminar la noche siguiente. Y a la hora señalada, cuando ya los de la casa del cacique estaban reposados, salió a buscar la guía prometida, y con ella salió del pueblo sin que nadie los sintiese, y, en llegando a la puente, dijo al indio que con todo recato se volviese luego a su casa, habiendo primero sabido de él que no había dónde perder el camino hasta el pueblo de Mucozo.